El día 18 de octubre de 1994 en la Librería Liberarte fue presentado el libro Báthory, acercamiento al mito de la Condesa Sangrienta de Isabel Monzón. Las presentadoras fueron La Sra. Lea Fletcher, por la Editorial Feminaria La Lic. Luisa Sussman, psiconalista y la Sra. Mónica Liliana Sifrim, escritora, poeta y crítica literaria. Este texto fue leído por Sifrim en dicha presentación.
Me pruebo en el lenguaje, escribía Alejandra Pizarnik. Como decir, ponerse a prueba, pero también tomarse las medidas del cuerpo y ajustarlo al drapeado del lenguaje con lentas alfileres. O tal vez; probarse las palabras lentamente de pie frente al espejo. Ropas de criminal, joyas robadas, lencería perversa. O la escena invertida que aparece en Jane Eyre de Charlotte Brontë. Una novia se prueba un tocado de loca y hace morisquetas.
La única verdad era tomarse en serio, con esa misma seriedad escenográfica de los niños que juegan, o la del marqués de Sade disponiendo figuras para el sexo.
Por qué Valentin Penrose se habrá tomado en serio las aristas más sórdidas de una leyenda y más tarde Alejandra Pizarnik le devolvió los ecos seriamente y luego Isabel Monzón, con empeño talmúdico, toma al pie de la letra una conversación de alucinadas que atraviesa kilómetros y años como el insoportable grito del coyote. Monzón abre temeraria las puertitas del mito para que todos entren. Vale decir, que expuesta la condesa a tanto oxígeno, se reencarne y vuelva a fascinarse con el más refinado de sus instrumentos de tortura: la fascinación.
Acaso porque estábamos hastiadas de Ricitos de Oro, Rosarito Vera, Juana de Arco y Juana Manuela, las mujeres también necesitamos una pasión maldita.
Rebalsar los límites morales, regodearnos con esa belleza convulsiva de una criminal. Soberana y gratuita, viciosa hasta los tuétanos.
Lo maldito, asegura Bataille, exige una negación del porvenir, del cálculo, del interés común. Todo eso que la mujer reproductora y administradora de los bienes familiares se ha visto destinada a preservar. Lo maldito, en cambio, es goce y desenfreno, juego, lujo y peligro. En sus fiestas, son indispensables los asaltos del azar y del capricho. Algo de esa terquedad pueril de los poetas, de su manía obsesiva, caprichosamente artesanal. O la disección sanguinolenta del lector. Cada cual a su puesto y su postura. En algún lugar de estas coreografías orgiásticas pueden llamarnos para ser gozados por la reina que mira.
Este libro nos habla del temor y la esperanza de que Bathory continúe viva. Solo siendo libre -afirma- la Condesa nos dará la libertad de dejarla. ¿Y para qué dejarla? ¿Por qué ese afán de exorcizar aquello que ella misma deseaba e invocó? Presa del sistema de la lengua, de su economía y su moral, vemos cómo Barthory salta de manera inquietante por sobre las leyes del oxímoron.
La infracción de las leyes es la esencia de la soberanía. La soberanía -definía Bataille- es el poder de elevarse, en la indiferencia ante la muerte, por encima de las leyes que aseguran el mantenimiento de la vida.
Poca diferencia son el Santo entonces, una hipermoral semejante. Será por eso que en la portada de este libro el dibujo de Bathory se confunde con el de Santa Teresa.
La autora siente una rara ternura por esta asesina de doncellas que además considera el poder sobre los cuerpos como un privilegio de su clase. La muestra como víctima. Reconstruye su historia, diagnostica, interpreta.
Recoge las señales diseminadas que justifican sus ansias y amplifican las connotaciones de su caso. Toda una tentativa de exorcismo disfrazada de distante piedad. "Escribir acerca de la Condesa implica liberarla de su encierro -dice Monzón-. Lo hacemos sin temer por su peligrosidad sabiendo que no atacará a quienes la descifren."
Las campesinas, por cierto, no la descifraban. Las hijas de gentiles se dejaban vencer por la fascinación. Valentine Penrose se desentiende de su perversidad y su demencia tan evidentes para concentrarse en la belleza demoníaca del personaje. Lejos de descifrarla, Alejandra Pizarnik se deleita detallando sus métodos de tortura tan exquisitos y cromáticos como sus propios métodos de escritura. Y ahora en Buenos Aires hay una espectadora silenciosa que levanta la mano y dice: "yo me ofrezco para entrar al castillo". Todas la miramos descreídas, pero ella sabe cuál es la estrategia. Con un ojo lee, con el otro olvida, con un ojo atrae, con el otro aleja. A cada paso vuelve a preguntarse; ¿soy condesa o doncella? ¿Y qué esta vez? Y en qué oscuro lugar de los imaginarios se reclinan los antojos de Erzabeth. ¿Y quiénes son los cómplices que nutren su pasión por el mal? Isabel Monzón ha procurado rodear a la condesa con un espeso cerco de lecturas. Darle un lugar en el establo de las pesadillas. Pero los animales mitológicos para quedarse allí cobran un precio elevado; necesitan bañarse todos los días en la sangre de, por lo menos, diez muchachas nuevas cada noche.