Nuestro lenguaje cotidiano se inunda de un rojo fluido. Decimos que nos "hacemos mala sangre", que una persona distinguida es " de sangre azul" y, cuando alguien tiene miedo, expresa que "se le heló la sangre. Esta, evidentemente, ocupa un lugar central en la vida del hombre, adquiriendo significados curiosamente ambivalentes. Se la considera al mismo tiempo - como dice Juan Paula Ros, un francés historiador de las religiones - peligrosa y bienhechora, impura y pura, siniestra y milagrosa. Por un lado se dice, a la manera bíblica, que la sangre es vida. Por otro, se asocia con la muerte y, en este sentido, aparece el tabú de la sangre. También le da colorido a las religiones tradicionales, que le imponen normas: los judíos y los musulmanes no tienen derecho a consumirla, los budistas tienen prohibido derramarla y los cristianos transforman el vino en sangre de Cristo. Para otras religiones menores la sangre también adquiere estos simbolismos.
Con diferentes nombres, en distintas regiones geográficas y en variadas épocas históricas aparecen seres ávidos de bañarse en lo que la escritora francesa Valentine Penrose llamó lago de todas las fuerzas. Por eso, no sólo la realidad sino también la fantasía se han poblado de seres que hicieron un culto de la sangre. Gilles de Rais, un mariscal francés al que Georges Bataille bautizara "el verdadero Barba Azul" vivió en el siglo XV. Conducido por una siniestra y extraña obsesión, violó y sacrificó a muchas criaturas. Debido a su condición social cometió sus crímenes con cruel impunidad hasta que, al fin, fue juzgado. Como dice Vargas Llosa, Gilles de Rais "vivió en una sociedad donde la nobleza confería una superioridad semidivina, un derecho casi ilimitado para la materialización de los deseos". Cien años después, en Hungría, una Condesa a la que apodaron Sangrienta, se bañaba en la sangre de muchachas campesinas para conservar intactas su belleza y su juventud. Drácula, otro personaje sangriento, nació el siglo pasado de la pluma de Bram Stocker. El conde, como todo vampiro, era un muerto - vivo que se alimentaba de la sangre de sus víctimas como forma de no terminar de morir. La Inquisición no se privó de bañarse en la sangre de todas aquellas mujeres a las que acusaba de brujas. Los dominicos Kramer y Sprenger torturaron y asesinaron con tanta cruel impunidad como Gilles de Rais y la Condesa Sangrienta.
Los incas, por su parte, inmolaban hermosas doncellas cuando entronizaban a un nuevo soberano. Era un medio de fortalecer su salud y asegurarle el reinado. También los dioses tienen sed, dice Roux. De allí que, en los ritos de muchas religiones, se sacrificaran animales o seres humanos para saciar la sed divina. De las grandes religiones
universales el Islam es la única que ha conservado el sacrificio de animales. El judaísmo renunció a ello, los cristianos lo han reemplazado por la eucaristía mientras que el budismo y el hinduismo rechazan sacrificar la vida en cualquiera de sus formas.
El historiador de las religiones Mircea Eliade afirma que la religiosidad es inherente a la condición humana y que tanto lo sagrado como lo profano son manifestaciones de esa religiosidad. Un hombre exclusivamente racional, dice Eliade, es una mera abstracción que jamás se encuentra en la realidad.
Es por el hecho de poseer un inconsciente - ese gran descubrimiento freudiano - que el ser humano no es pura racionalidad. Para el inconsciente no existe la muerte y en esto no se diferencia el hombre moderno del primitivo ni de aquellos personajes sangrientos a los que hiciéramos referencia. Lo que en todo caso varía es la forma en que se busca la eternidad. No es lo mismo asesinar mujeres para bañarse en su sangre que creer que el alma es inmortal o que es posible la reencarnación. Las religiones posibilitan una cuota de ilusión de eternidad y de omnipotencia absolutamente necesarias para la vida. El tema es qué camino ofrecen para alcanzarlas. La ciencia, por su parte, ayuda a mejorar las condiciones de la existencia y a prolongar el ciclo vital. Mas a pesar de todo esto pareciera que el conocimiento científico, en nuestro caso particular el psicoanálisis y también las religiones tradicionales, sobre todo el cristianismo, estuvieran en crisis. Algunos de los que en otros tiempos fueran "pacientes" hoy buscan, impacientemente, conocer su destino a través del tarot, de la astrología y de otros esotéricos rumbos mientras que los otrora creyentes hoy piden la ayuda de los "pai" de extrañas y, a veces, siniestras sectas.
Estas ideologías milagrosas actúan como la droga: ante la impotencia del hombre, prometen satisfacer los deseos, eliminar el dolor y evitar las frustraciones. Pero aquí y ahora, sin esperas. A veces, como Mefistófeles a Fausto, prometen dinero y poder. Quizás la urgencia en la búsqueda de soluciones milagrosas se sustenta en el cansancio de las esperas incumplidas. El hombre queda castrado y captado por estas ideologías que encuentran terreno fértil en las insatisfacciones de ese hombre que prefiere la omnipotencia de la magia a la laboriosidad de la ciencia. Son ideologías que colonizan al hombre en ese lugar del espíritu que es reservorio de frustraciones y escepticismo.
Hay una imperiosa necesidad que resurjan los valores de respeto a la individualidad y a la vida; que el cristianismo y la ciencia - en lo que a mí me atañe, el psicoanálisis - se pregunten en qué le han fallado al hombre de nuestros tiempos. Es posible que una de las explicaciones de ese fracaso se encuentre en que el pensamiento dogmático, prejuicioso y autoritario, como no es privativo de las sectas, ha inundado la ciencia, la religión y la política, provocando una deserción y que se busque el amparo en lugares no siempre protectores. En la medida que el ser humano pueda desarrollar sus posibilidades y le sea permitido actuar con libertad, dignidad y sin miseria, toda ideología fanática fracasará.