El siniestro personaje del conde aficionado a la sangre fue creado por Bram Stocker en 1887. Investigando un extraño caso real de vampirismo, descubrió a la figura histórica en la que se basaban las tradiciones orales. Ese personaje nacido en Transilvania y al que Stocker bautizara Drácula, trascendió ampliamente las fronteras de su comarca y de su tiempo. Hoy podemos decir que es un mito. Tal es así, que el lenguaje se adueñó de lo que Drácula encarnaba para usar metafóricamente la palabra vampiro. Ella designa a aquella persona o grupo de personas que de un modo u otro vive a expensas de un prójimo. La riqueza, la juventud y la belleza suelen ser estímulos de atracción para el vampiro.
La historia nos presenta una extensa gama de ejemplos que ilustran acerca del tema. La relación vampirizante puede instalarse en cualquier vínculo humano. La pareja amorosa, por ejemplo, es particularmente proclive a sufrir esos estragos, aunque serán las personalidades de los integrantes y sus respectivas historias las que condicionen la aparición de Drácula.
Drácula seduce a su víctima, que no conoce las verdaderas intenciones del vampiro. Ella cree que va a ser amada. Entonces, se entrega. Luego, una poderosa esclavitud psíquica la liga al vampiro. Él quizás también crea que seduce por amor. No siempre es consciente de su poderosa necesidad de parasitar. Por eso, no conviene simplificar creyendo que el vampiro es siempre un ser maligno. A veces, es solo una víctima más que queda como infectada y que, para sobrevivir, repite como victimaria lo que padeció. Por su parte, la víctima del vampirismo se nos presenta aburrida y aletargada, presa de una extraña anemia psíquica. Es que los efectos de la vampirización también suelen expresarse en una particular parálisis del pensamiento que, junto con el ingenio y la creatividad, parecen haber desaparecido. La depresión es, así, consecuencia frecuente del vampirismo. El aislamiento y el empobrecimiento de otros vínculos son causa y efecto de la relación vampirizante.
Cuando Drácula bebe la sangre de sus víctimas, éstas no solo pierden esa sangre. También se transforman en vampiros. El círculo vicioso se amplía ya que los nuevos vampiros buscarán a nuevas víctimas para nutrirse de ellas. De no encontrarlas, una intensa angustia los embargará, angustia que se expresa en forma similar a la de una crisis de abstinencia. La bella y seductora vampiresa, que primero fue víctima, ahora con su conducta se defiende, para no volver a serlo nunca más. Usa su femenina sensualidad para seducir, invirtiendo de esta forma la relación dominante - dominado. El poder será, entonces, de ella. Al respecto diremos que la mujer hace suyos, desde niña, ideales relacionados con el sometimiento y la obediencia. Como se le enseña que ésto corresponde a su esencia de mujer, su vida gira alrededor de la de otro. Así, se vuelve proclive a establecer vínculos de una extrema dependencia. Como si afuera de la relación afectiva no tuviera vida propia. La versión femenina de Drácula aparece también tomando una forma nada erótica: la mujer dependiente, la que aparenta ser sombra del marido y de los hijos. Como si no tuviera vida propia, ella solo se nutre de las vivencias de los suyos.
También en el vínculo entre padres e hijos puede Drácula instalar su comarca. Se trata de relaciones en las que la dependencia es extrema. Hijos que no pueden volar para hacer su propio nido. Padres que no los acompañan en la difícil y maravillosa aventura de crecer. Retienen. Tal vez por temerle a la vejez, no quieren aceptar las señales que indican que el tiempo pasa y que un hijo que crece es una evidencia irreductible de ese paso. También puede tratarse de padres que le temen a la soledad y un hijo que crece, inevitablemente, tiene que dejar al padre. Es frecuente observar que son mujeres las que se quedan al lado de esos padres. Como decíamos antes a ellas, más que a los hombres, se les inculcan ideales relacionados con la obediencia y el sometimiento. Además, la rivalidad de la hija con la madre es más sancionada que la del varón con el padre y esto dificulta más aún que la mujer se rebele y compita con su madre, única forma de salir del nido. Como consecuencia de ésto, vemos con frecuencia hijas que se transforman en devotas enfermeras de sus padres y que, por una tergiversación de valores, llegan a creer que ese es su verdadero e importante papel en la vida, desperdiciando así la posibilidad de descubrir y gozar de un espacio propio. Este vínculo, surgido en el ámbito de las relaciones intrafamiliares, tenderá a recrearse en la relación de pareja. La hija víctima de padres vampirizantes reproducirá con su pareja el mismo tipo de relación, sea en el rol activo de vampiro o en el pasivo de víctima.
Drácula es un muerto vivo. No termina de morir, tampoco surge del todo a la vida. Se nutre del ser al que parasita y no puede independizarse de él. Drácula debe morir para dejar vivir. ¿Cómo matar a este particular y peligroso personaje? Si en el mito popularizado por Stocker la receta era clavarle una estaca de madera en el corazón, hoy se trata de modernizarse. Librar a la mente de valores trastocados y de ideas que, en lugar de creativas, son reiteradamente obsesivas es una manera de matar a Drácula. Aceptar la ineludible realidad de la vejez y del paso de tiempo y reconocer las ventajas que ellos traen es otra. Si la vejez es más arrugas, es también más experiencia de vida y, por lo tanto, más posibilidad de sentido común y sabiduría. En cualquier vínculo humano, matar a Drácula será mantener cada uno su propia autonomía, luchando permanentemente contra inevitables y, con suerte, transitorias simbiosis. También tomando conciencia de la envidia, la rivalidad y la competencia, se elimina a Drácula. Si el vampiro no se refleja en el espejo - como dice la leyenda - es porque no quiere verse. Mirarse en el espejo, entonces, es matar a Drácula.