Poemas y Cuentos con Angeles

Mi llamador de Ángeles venía acompañado de estas palabras:

A veces al amanecer, cuando no sabemos con certeza si estamos dormidos o despiertos, o a la hora del crepúsculo, cuando las sombras nos hace dudar de nuestros sentidos, adivinamos invisibles presencias, susurros, aleteos, risas contenidas y hasta puede rozar nuestra mejilla algo que no podemos definir. Son los Ángeles, vienen, van, escuchando nuestros secretos y susurrándonos melodías. Ahora, si tal vez los perdiste en el apuro por vivir, solamente hace falta que los convoques.

Para esa convocatoria te invito - ahora que estás en mi web - a leer el poema de Olga Orozco "Conversación con el ángel", las "Elegías de Duino" y "El huerto de los olivos " de Rainer M. Rilke y otro bello texto de autor desconocido. Y también te sugiero te dejes acompañar por uno de esos encantadores llamadores de Ángeles, tan parecidos a los cencerros. Pero no te olvides que a los Ángeles hay que saber escucharlos y siempre darles una mano, además de no soltarte de la de ellos.

Isabel Monzón

El ángel - Cuento de Hans Christian Andersen

En la película “Código de honor”, el personaje que encarna Vanesa Redgrave le relata a Jack Nicholson este cuento cuando habla de su nieta asesinada y violada por un abusador de menores.

Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados.

He aquí lo que contaba un ángel de Dios Nuestro Señor mientras se llevaba al cielo a un niño muerto; y el niño lo escuchaba como en sueños. Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeño había jugado, y pasaron por jardines de flores espléndidas.

-¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el cielo? -preguntó el ángel.

Crecía allí un magnífico y esbelto rosal, pero una mano perversa había tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones.

-¡Pobre rosal! -exclamó el niño-. Llévatelo; junto a Dios florecerá.

Y el ángel lo cogió, dando un beso al niño por sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos.

Recogieron luego muchas flores magníficas, pero también humildes ranúnculos y violetas silvestres.

-Ya tenemos un buen ramillete -dijo el niño; y el ángel asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacían montones de paja y cenizas; había habido mudanza: se veían cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo.

Entre todos aquellos desperdicios, el ángel señaló los trozos de un tiesto roto; de éste se había desprendido un terrón, con las raíces, de una gran flor silvestre ya seca, que por eso alguien había arrojado a la calleja.

-Vamos a llevárnosla -dijo el ángel-. Mientras volamos te contaré por qué.

Remontaron el vuelo, y el ángel dio principio a su relato:

-En aquel angosto callejón, en una baja bodega, vivía un pobre niño enfermo. Desde el día de su nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas; su felicidad no pasó de aquí. Algunos días de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega, nada más que media horita, y entonces el pequeño se calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos, que mantenía levantados delante el rostro, diciendo: «Sí, hoy he podido salir». Sabía del bosque y de sus bellísimos verdores primaverales, sólo porque el hijo del vecino le traía la primera rama de haya. Se la ponía sobre la cabeza y soñaba que se encontraba debajo del árbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pájaros.

Un día de primavera, su vecinito le trajo también flores del campo, y, entre ellas venía casualmente una con la raíz; por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto a la cama, al lado de la ventana. Había plantado aquella flor una mano afortunada, pues, creció, sacó nuevas ramas y floreció cada año; para el muchacho enfermo fue el jardín más espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra. La regaba y cuidaba, preocupándose de que recibiese hasta el último de los rayos de sol que penetraban por la ventanuca; la propia flor formaba parte de sus sueños, pues para él florecía, para él esparcía su aroma y alegraba la vista; a ella se volvió en el momento de la muerte, cuando el Señor lo llamó a su seno. Lleva ya un año junto a Dios, y durante todo el año la plantita ha seguido en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado más alegría que la más bella del jardín de una reina.

-Pero, ¿cómo sabes todo esto? -preguntó el niño que el ángel llevaba al cielo.

-Lo sé -respondió el ángel-, porque yo fui aquel pobre niño enfermo que se sostenía sobre muletas. ¡Y bien conozco mi flor!

El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó la mirada en el rostro esplendoroso del ángel; y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Nuestro Señor, donde reina la alegría y la bienaventuranza. Dios apretó al niño muerto contra su corazón, y al instante le salieron a éste alas como a los demás ángeles, y con ellos se echó a volar, cogido de las manos. Nuestro Señor apretó también contra su pecho todas las flores, pero a la marchita silvestre la besó, infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el coro de angelitos que rodean al Altísimo, algunos muy de cerca otros formando círculos en torno a los primeros, círculos que se extienden hasta el infinito, pero todos rebosantes de felicidad. Y todos cantaban, grandes y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que había estado abandonada, entre la basura de la calleja estrecha y oscura, el día de la mudanza.

Conversación con el ángel

de Eclipses y fulgores
Olga Orozco

Contigo en aquel tiempo yo andaba siempre absorta,
siempre a tientas, a punto de caerme, pero indemne y eterna,
tomada de tu mano.
Ya casi te veía, lo mismo que al destello de un farol en la niebla,
una señal de auxilio en la tormenta.
Sí, tú, mi sombra blanca, transparencia guardiana,
mi esfinge azul hecha con el insomnio y el íntimo temblor de cada instante,
igual que una respuesta que se adelanta siempre a la pregunta.
Sin duda que en algún sitio estarán marcados tus pies delante de mis pasos
porque te interponías de pronto entre mi noche y mi abismo.
Sospecho que convertías en refugios dorados mis peores pesadillas,
que apartabas las setas venenosas y las piedras sangrientas
y venciste acechanzas y castigos.
Tal vez hasta me contagiaras la sonrisa
y lloraras después un larguísimo tiempo con mis lágrimas, vestido con mi duelo.
Después, mucho después, en esos años en que creí perderte
en algún laberinto o en una encrucijada,
fue cuando me dejaste a solas, tan mortal, en el destierro.
Quizás te convocaron desde lo alto para un duro relevo,
y acudiste como un vigía alerta sin mirar hacia atrás,
aunque a veces descubrí tu perfume de nube y de jazmín en una ráfaga
y hasta palpé la suavidad que dejala huida de una pluma debajo de la almohada.
Ahora, ya replegada toda lejanía con un golpe ritual,
frente al fuego donde arde de una vez el lujoso inventario de todo lo imposible,
contemplamos los dos el muro que no cesa,
no aquel contra el que lloraríamos como estatuas de sal a la inocencia,
su mirada de huérfana perdida,
sino el otro, el incierto, el del principio y final,
donde comienza tu oculto territorio impredecible,
donde tal vez se acabe tu pacto con el silencio y mi ceguera.

El huerto de los olivos

Por Rainer M. Rilke

Él subía bajo el follaje gris,
todo gris y confundido con el olivar,
y metió su frente llena de polvo
muy dentro de lo polvoriento de sus manos calientes.
Después de todo, esto. Y esto era el final. Ahora debo irme, mientras pierdo la vista,
Y por qué quieres que tenga que decir
que existes, si yo mismo ya no Te encuentro.
Ya no Te encuentro. No, en mí, no.
Ni el otros. Ni en esa piedra.
Ya no te encuentro, estoy solo.
Estoy solo con la pena de todos los hombres,
que yo intenté aliviar a través de Ti,
que no existes. ¡Oh! vergüenza sin nombre...
Más tarde se contaba: vino un ángel...
¿Por qué un ángel? Ay, vino la noche
y hojeaba indiferente en los árboles.
Los apóstoles se movieron en sueños.
¿Por qué un ángel? Ay, vino la noche.
La noche vino, no era extraordinaria;
así pasan cientos de ellas.
En ellas duermen perros, en ellas yacen piedras.
Ay, una triste, ay, una cualquiera,
que espera hasta que vuelva a amanecer.
Pues los ángeles no vienen a tales rezadores
Y en torno a ellos las noches no se agrandan.
A los que se pierden a sí mismos todo les abandona,
Y están abandonados por los padres
y excluidos del regazo de las madres.

La primera elegía

Rainer María Rilke

¿Quién, si yo gritara, me escucharía
desde los órdenes angélicos? Y suponiendo
que un ángel de pronto me tomase contra
su corazón:
me extinguiría ante su existencia más fuerte.
Porque lo bello no es sino el comienzo de lo
terrible, que todavía podemos soportar
y admiramos tanto, pues impasible desdeña
destruirnos. Todo ánges es terrible.
Y así me contengo y trago el reclamo
de un oscuro sollozo. ¡Ay! ¿A quién podremos pues
recurrir? Ni a los ángeles ni a los hombres;
y las bestias, más sagaces, advierten ya
que no nos hallamos muy seguros
en el mundo interpretado. Nos queda,
quizás, un árbol cualquiera en la cuesta, que pudiéramos
verlo diariamente; nos queda la senda del ayer,
y la fidelidad demorada de una costumbre,
que complacida con nosotros se quedó para no irse.
¡Oh!, y la noche, cuando el viento lleno
de espacio cósmico nos consume el rostro, ¿con
quién quedaría ella,
la anhelada, la que duldemente nos desengaña, la
que arduamente
se anuncia al corazón aislado? ¿Es ella más ligera
para los amantes?
¡Ay!, ellos no hacen más que ocultarse uno al
otro su destino.
¿No lo sabes todavía? Arroja desde los brazos
el vacío
hacia los espacios que respiramos; quizás las aves
sientan con vuelo más ferviente el aire dilatado.
Sí, las primaveras te requerían. Algunas estrellas
exigían que las percibieras. Se levantó
hacia ti una oleada desde el pasado, o,
cuando pasabas junto a la ventana abierta,
un violín se te entregaba. Todo esto era una misión
Pero, ¿es que la cumpliste? ¿No estabas siempre
distraído por la espera, como si todo te anunciara
un amante por llegar? ¿Dónde quieres esconderla,
si los grandes y extraños pensamientos entran y
salen
en ti, y permanecen más a menudo en la noche?
Pero si sientes la nostalgia, entonces canta a los
amantes; aún
no es bastante su renombrado
sentimiento.
Canta -casi nos envidias- a los abandonados,
que hallaste muchos amantes que los
satisfechos. Inicia
siempre de nuevo, inicia la inalcanzable alabanza;
piensa: si el héroe se mantiene aún en su misma
caída,
fue pretexto para ser;
su nacimiento último.
Pero la naturaleza exhausta recoge a los amantes
en su seno, como si no hubiera fuerzas
para cumplir esto dos veces. ¿Has pensado, pues,
bastante en Gaspara Stampa? Que alguna muchacha, a
quien el amante
abandonara, sintiéndose ante el ejemplo exaltado
de esta amante: ¡ojalá pudiera ser yo como ella!
Estos dolores muy antiguos, ¿no deberán
finalmente sernos
más fecundos? No es tiempo ya de que
amorosamente
nos libremos del amado, y de estremecidos
resistamos:
tal como la cuerda resiste la flecha, para que en
la tensión del
salto sea más que ella misma. Pues un detenerse
no existe.
¡Voces, voces! Escucha, corazón mío, como antes
solo
escuchaban los santos, hasta que el inmenso
llamado
los levantaba del suelo; pero ellos, inconmovibles,
permanecían
arrodillados, sin atender a nada: así pudieron oír.
No es que tú
soportaras la voz de Dios, ni remotamente. Pero
escucha el soplo de la brisa,
escucha el mensaje incesante que se forma de
silencio.
Ahora susurra hacia ti desde aquellos jóvenes
muertos.
En donde estabas, en las iglesias de Roma y
Nápoles,
¿no te hablaba seriamente su destino?
O bien una inscripción se te imponía,
sublimemente,
como hace poco el epitafío de Santa María
Formosa.
¿Qué quieren de mí aquellos muertos?
Quedamente debo
quitarles la apariencia de injusticia, que en
ocasiones
estorba un poco el movimiento de sus
espíritus.
Ciertamente que es extraño no habitar ya más
la tierra,
no ejercitar ya costumbres apenas aprendidas,
no dar más a las rosas y a otras cosas en sí
prometedoras
la significación del porvenir humano;
no ser lo que se era en manos infinitamente
temerosas,
y abandonar hasta el propio nombre, como un
juguete roto.
Extraño es no seguir deseando los deseos. Extraño
ver aletear tan sueltamente en el espacio todo lo
que tenía relación.
Y el estar muerto es penoso y está lleno de
recuperación, para que
gradualmente se sienta un poco de eternidad.
Pero los vivos
comenten todos el error de distinguir demasiado
intensamente.
Los ángeles (se dice) no saben a menudo si andan
entre los vivos o los muertos. La corriente eterna
arrastra siempre consigo todas las edades por los
dos reinos
y hace acallar a ambos.
Finalmente, los muertos prematuramente ya no
nos necesitan.
Uno se deshabitúa suavemente a lo terreno,
igual que cuando
con dulzura se emancipa del pecho de la madre.
Pero nosotros,
que necesitamos de tan grandes misterios
para quiénes
desde la misma tristeza brota un progerso dichoso,
¿podríamos existir sin ellos?
¿Fue inútil la leyenda, cuando en el luto por
Lino,
su balbuceante música atravesó la seca rigidez
de la materia?
¿Fue en vano que sólo en el espacio aterrado,
del que una vez para siempre salió un doncel casi
divino,
lo vacío haya entrado en aquella vibración, que
ahora nos
arrebata, nos consuela y nos ayuda?

El Ángel guardián

Por Gabriela Mistral

Es verdad, no es un cuento;
hay un Ángel Guardián
que te toma y te lleva como el viento
y con los niños va por donde van.
Tiene cabellos suaves
que van en la venteada,
ojos dulces y graves
que te sosiegan con una mirada
y matan miedos dando claridad.
(No es un cuento, es verdad.)
El tiene cuerpo, manos y pies de alas
y las seis alas vuelan o resbalan,
las seis te llevan de su aire batido
y lo mismo te llevan de dormido.
Hace más dulce la pulpa madura
que entre tus labios golosos estruja;
rompe a la nuez su taimada envoltura
y es quien te libra de gnomos y brujas.
Es quien te ayuda a que cortes las rosas,
que están sentadas en trampas de espinas,
el que te pasa las aguas mañosas
y el que te sube las cuestas más pinas.

El Centinela Azul

De Autor desconocido

Hay ángeles que están destinados
a volar hacia abajo dentro de la oscura niebla.
Frecuentemente, son atrapados allí
y por un tiempo, pierden sus alas
y están perdidos
a veces por casi toda su existencia.
Realmente no importa, aún son ángeles
los ángeles nunca mueren.
Ellos saben que la niebla se irá un día
al menos por un momento.
Y saben que serán reclamados entonces, al fin,
por un cielo dorado.

Blue Scout (Versión en inglés)

There are angels who are destined
to fly downward into the dark mists.
Often, they get caught there,
and for a time, they lose their wings
and they are lost,
sometimes for nearly a lifetime.
It doesn't really matter, they are still angels;
angels never die.
They know that the mist will clear someday,
if only for a moment.
And they know that they will be reclaimed then,
at last,
by a golden sky.

Los dos ángeles

Por Rafael Alberti

Ángel de luz, ardiendo,
¡oh, ven!, y con tu espada
incendia los abismos donde yace
mi subterráneo ángel de las nieblas.
¡Oh espadazo en las sombras!
Chispas múltiples,
clavándose en mi cuerpo,
en mis alas sin plumas,
en lo que nadie ve, vida.
Me estás quemando vivo.
Vuela ya de mí, oscuro
Luzbel de las canteras sin auroras,
de los pozos sin sueño,
ya carbón del espíritu,
sol, luna.
Me duelen los cabellos
Y las ansias. ¡Oh, quémame!
¡Quémalo, ángel de luz, custodio mío,
tú que andabas llorando por las nubes,
tú, sin mí, tú, por mí,
ángel frío de polvo, ya sin gloria,
volcado en las tinieblas!
¡Quémalo, ángel de luz,
quémame y huye!

El Ángel de La Guarda

por Silvina Ocampo

Artilmán, Zelibeth, Rosalm, Tur,
todos tus nombres suenan en mi memoria juntos,
asimismo eras y serás un solo ángel de mi guarda.
Artilmán, te llamaba a la hora del poniente cuando
bañábamos
y dábamos de comer en bolsas de arpillera afrecho
a los caballos del río
cuando cruzábamos el Sarandí
y en otras orillas juntábamos damascos híbridos.
Tenías monedas de chocolate nuevitas y un vestido
de azúcar
y en tu mirada multicolor joyas deslumbrantes, luz.
Zelibeth, te llamaba en el desierto del cinematógrafo
cuando la caravana se detenía muerta de horror
ávida de sed a beber agua
y por no hallar otro sitio para amarnos
las imágenes del paisaje se volvían reales
con fragancia con aire con espacios.
Eras silencioso, voluptuoso como la noche. Llevabas
anteojos azules.
¡Por qué no pude fotografiarte!
Rosalm, te llamaba cuando el desencanto ató
mil brazos
alrededor de mi garganta que tragaba saliva, aterrada,
sobre el pasto verde transformada en lebrel, en pez,
en sierva que espera el alma.
Me mirabas con curiosidad
con rubor de manzana.
Te asemejabas a las personas queridas.
"Tur", te llamaba en la torre de humo fría
que forman las casuarinas húmedas
cuando creía que eras como una estatua,
o como El ángel triste de Filippino Lippi o el
desesperado de Jerónimo Bosch
o como el que acompaña a Tobías en un cuadro
del Tiziano.
Tenías una camisa de hilo blanca.
¡Ah, qué pobre eras!, pobre y prestigioso.
Comíamos pan, el que se guarda para rayar
en la cocina en los íntimos cajones.
De tanto mirarte se perdió tu forma en mis ojos.
Yo creo que nadie sabe amar y crear si no es a tu lado.
Te amo como te amaba. Todavía. En la multiplicación
de tus nombres con dicha de alas.

Santa María, La Egipcíaca

por Silvina Ocampo

Tú que has ardido en fuego de pasiones,
que fuiste escándalo a los doce años,
que tuviste un sosía
y por capricho quisiste ir a la fiesta
de la Exaltación de la Santa Cruz
en Jerusalem y entrar en el templo
¿qué fuerza invisible te lo impedía?
Fue al levantar los ojos y ver a la virgen,
que lloraste
y por fin pudiste entrar en el templo,
allí sentiste la inspiración divina
de huir al otro lado del Jordán.
La sombra enamorada escribió notas
con su pelo en el viento musicales,
quedaron en la arena, son preciosas,
las nubes más rosadas las escuchan
cuando el sol del poniente la contempla
y yo desde tan lejos la imagino
y Norah atentamente la dibuja
en el fondo desierto del desierto
con ángeles divinos que la escoltan.
¿Un tigre durmió a tus pies en el desierto?
¿Se enredaba el viento en tu larguísimo pelo?
¿Una tempestad te arrastró a distancias
inacabables en busca de agua
infinita como el océano?
Abandonaste todos tus hábitos
hasta que San Zosimas te halló
y te dio la comunión.
Sabia fue tu muerte
en tu cuerpo inerte,
delirante quedó en los vitrales
de las grandes catedrales.